A lo largo de los siglos, el ser humano ha estado en búsqueda constante de la belleza y ha sido una preocupación para todas las sociedades, que han procurado reproducirla en sus creaciones con las herramientas que tenían a su alcance. Actualmente, el concepto de obra artística no engloba solamente la pintura sino todas las expresiones que se relacionan con el disfrute del espíritu. Es memoria e identidad; son las tendencias, la arquitectura, el diseño; en definitiva, es creación. Es aquello que en última instancia nos pertenece como colectividad y al mismo tiempo, exige una protección cuyo objetivo es impulsar a los creadores a seguir enriqueciéndonos.
En un mundo como el actual, en que las fronteras han dejado de ser un límite, es imprescindible la adopción de medidas necesarias para que las creaciones del intelecto humano se protejan de manera acorde a la realidad en la que se vive y, con más motivo, siendo la propiedad intelectual un derecho que se mantiene dinámico y se va renovando, lo que provoca que sea necesario llevar a cabo continuos planteamientos legislativos.
Eso ha sido lo que ha llevado al Tribunal de Apelación de Patentes y Mercado de Suecia (caso PMT 13496-22) a remitir al TJUE una cuestión prejudicial en relación con un procedimiento de infracción de derechos de autor entre una empresa sueca de muebles (Asplund, demandante), y una cadena minorista, también sueca, de decoración de hogar (MIO, demandado).
La cuestión prejudicial tiene por objeto que se aclare el concepto de creación intelectual propia del autor, término imprescindible a la hora de valorar el estándar de originalidad de las creaciones artísticas en el marco de la UE. Esto de “creación intelectual propia del autor” recuerda al móvil por el que, en la época de las luces, se defendió la salvaguarda de lo que los ilustrados llamaban “obras del espíritu”, por ser las pertenecientes al ámbito más íntimo de los autores y, por supuesto, toda la cuestión gira (una vez más) entorno a la originalidad, concepto en el que se sustenta el derecho de autor, ya que sin originalidad no hay obra y sin obra no hay objeto de protección.
Por todos es sabido que el TJUE ya se ha pronunciado en anteriores ocasiones en cuanto a la originalidad necesaria que debe tener una obra de arte aplicada para merecer protección por los derechos de autor. En el archiconocido caso Cofemel (TJUE C-683/17 de 12 de septiembre de 2019), se dejó claro que en concepto de originalidad admisible es el propio del criterio subjetivo mixto, es decir, que la obra sea una creación original propia de su autor, que refleje su personalidad, fruto de la libertad creativa y que no venga condicionada por necesidades técnicas propias del objeto. Es decir, que más que en la relación con la obra, se basa en la relación con el autor, pero… ¿cómo apreciar esa personalidad en un objeto industrial?
Es justo en este punto en el que se detiene el Tribunal sueco, en los factores a tener en cuenta para valorar si una obra de arte aplicada refleja la personalidad del autor al expresar su libertad creativa. En particular, trata de armonizar si la prueba de originalidad debe centrarse en factores relativos al proceso creativo y a la exposición por parte del autor de los motivos que le llevó a realizar la obra o, en la obra en sí, y en el resultado final del proceso creativo y de la expresión del efecto artístico.
Por lo tanto, de la misma manera que resulta imposible objetivar la concepción de la “belleza”, parece que causa el mismo efecto el concepto de obra “artística”, y, por tanto, “obra de arte aplicado a la industria”. No queda más remedio que, a falta de armonización, confiar en la respuesta de los Tribunales para que den luz, doten de seguridad jurídica y protejan a los creadores de estilo que se esfuerzan para que sus productos se diferencien, y merecen, al menos, obtener una ventaja competitiva a la altura de lo que sus creaciones aportan al patrimonio cultural común.