Con la llegada del calor y el inicio de la temporada de festivales musicales, es el momento perfecto para hablar del llamado "Caso Taylor". El pasado 30 de mayo, susfans —mejor conocidos como Swifties— recibieron una noticia que iba más allá del anuncio de una nueva canción: Taylor Swift comunicaba con orgullo "toda la música que he creado ahora me pertenece", lo que como veremos marcará un hito no solo en su carrera, sino en la industria musical.
Antes de entrar en el quid de la cuestión, conviene recordar que sobre una obra musical recaen diversos derechos de propiedad intelectual. Por un lado, los derechos de autorque protegen la composición musical -esto es, la música, la letra y la melodía-; y, por otro, los derechos conexos sobre los fonogramas, que amparan tanto a los intérpretes y ejecutantes como a los productores fonográficos en relación con las grabaciones o masters de las canciones.
Los derechos fonográficos no se basan en la creación de la obra como tal, sino en la inversión económica realizada por el productor para fijar y difundir la interpretación de esa obra. A través del contrato discográfico, el productor suele obtener previamente la cesión o licencia de una amplia gama de derechos de autor: desde los de sincronización y reproducción, hasta los de impresión, distribución y comunicación pública. Esto permite a los artistas controlar —y ser remunerados por— el uso de sus actuaciones, tanto en vivo como grabadas, y a los productores gestionar la explotación comercial de las grabaciones.
Aclarado lo anterior, comenzamos con el “Caso Taylor”. Con tan solo 14 años, la cantante firmó un contrato discográfico con Big Machine Records, mediante el cual cedía todos los derechos sobre las grabaciones maestras de sus seis primeros álbumes. En aquella época, esta práctica era habitual: los artistas dependían del apoyo de una discográfica para producir, distribuir y promocionar su música en formatos físicos como vinilos, casetes o CDs.
El conflicto surge en 2019, un año después de que finalizara su contrato con Big Machine. Su fundador, Scott Borchetta, vendió la compañía —y con ella, los derechos sobre los masters de Swift— a Ithaca Holdings, propiedad del representante musical Scooter Braun. Taylor no tuvo la oportunidad de comprar sus propios derechos, lo que desató una disputa pública. La situación se agravó cuando, en 2020, Braun vendió su participación a Shamrock Holdings, un fondo de inversión vinculado a la familia Disney. Swift denunció que sus obras estaban siendo vendidas, una vez más, sin su consentimiento, y que se le seguía negando el control sobre su legado.
Sin embargo, esta vez tenía otros planes: como autora y compositora de todas sus canciones, y una vez expirado el plazo contractual que le impedía regrabar sus obras (habitualmente entre 5 y 7 años), decidió volver a grabar sus discos, lanzándolos bajo el nombre de Taylor’s Version. Esta maniobra, que buscaba recuperar el control de sus grabaciones y reducir el valor de los masters originales, tuvo un impacto directo en el mercado: muchas plataformas de música comenzaron a priorizar sus nuevas versiones e incluso eliminaron las anteriores en señal de apoyo.
El movimiento no solo fue estratégico, sino profundamente simbólico: una artista tomando el control de su narrativa y patrimonio artístico en una industria históricamente dominada por las discográficas.
No obstante, quedaban aún piezas clave del rompecabezas fuera de su alcance: los derechos sobre las grabaciones de sus conciertos, las carátulas de sus álbumes, fotografías, canciones inéditas y otros materiales asociados. Para cerrar el círculo, Swift decidió adquirir estos activos directamente de Shamrock Holdings por 360 millones de dólares. Con esta operación, obtuvo el control total sobre su catálogo, lo que le permite gestionar, sin depender de terceros, de su explotación comercial, licencias, adaptaciones, campañas publicitarias y sincronizaciones audiovisuales.
Ser dueña de sus masters implica también que ahora recibe directamente los ingresos generados por el streaming, las ventas físicas y digitales, y otros usos comerciales de sus obras, sin tener que ceder porcentajes a terceros ni depender de licencias gestionadas por fondos de inversión.
El llamado caso Swift —o Swiftonomics— ha reescrito las reglas del juego, generando un efecto dominó tanto en la industria musical como en el ámbito jurídico. Su experiencia ha empoderado a otros artistas, consolidados o emergentes, a la hora de negociar contratos más justos y preservar sus derechos desde el inicio de sus carreras.
La lección que deja esta historia es clara: el asesoramiento legal adecuado es esencialpara proteger los derechos de propiedad intelectual y garantizar una justa retribución por el trabajo creativo. El ejemplo de Taylor Swift abre una nueva senda para los artistas que buscan ser dueños de su voz, su música y su futuro.